Thursday, October 11, 2012

maria antinao (novela


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MARIA ANTINAO I.
Hoy recibí una triste noticia, que siendo penosa, me causó
un gran alivio. Por fin me encontraba libre para publicar
un secreto y publicar una extraña historia.
Fue hace tiempo. Yo trabajaba entonces al servicio del
ministerio de Agricultura como sociólogo especializado en
los problemas referentes al pueblo mapuche. Esa era la razón por la que recorría
frecuentemente las regiones indígenas del sur de Chile realizando mis investigaciones.
Un temprano atardecer otoñal me encontró en la isla Huape, dentro del costero lago Budi en
la comuna de Pto. Saavedra, provincia de Cautín. Ese día había caminado mucho por caminos
resbalosos y empantanados. Llovía monótonamente y las ráfagas del viento norte, por
momentos, se hacían más violentas y malévolas.
Llegué a un altozano desde donde se alcanzaba a distinguir una parte del lago que estaba muy
encrespado. Era evidente que nadie se atrevería a pasarme en bote a la otra orilla del lago a
Puerto Domínguez, lugar en que había dejado mi camioneta. No me quedaba otra solución que
buscar una ruca donde guarecerme del temporal. Era ya claro que permanecería en la isla
mientras que el temporal no amainase. No me agradaba la idea, aunque siempre previsor
llevaba en mi mochila el saco de dormir y algo de ropa de recambio. En estas regiones ya me
había acostumbrado a tomar ciertas precauciones debido a los bruscos cambios de tiempo.
Mi problema estaba en que aun no había iniciado relaciones con las gentes de aquellos
lugares, pues era un viaje de simple exploración con el fin de realizar los contactos de una
forma espontanea y como casual. En ese entonces los mapuches que habitaban la isla Vivian
en estado de franca desconfianza hacia el exterior manteniendo enérgicamente su
apartamiento y costumbres. Cosas que, precisamente, eran para mí muy interesantes.
Un poco desanimado volví sobre mis pasos en medio de la lluvia, dispuesto cada vez más, a
pedir alojamiento en la primera ruca que divisase. Finalmente olí humo y me di cuenta que lo
percibía a mi izquierda. No distinguía nada, pues las rucas hechas de troncos y paja se
mimetizan con el entorno. Solamente un camino de arrastre hizo que lo siguiese y el humo
espeso que se levantaba de una pequeña altura me permitió ubicar la vivienda. Me fui
acercando con precaución temiendo a los perros. Los de estos sitios apartados son
particularmente agresivos frente a las gentes cuyo olor particular no es frecuente en ese lugar.
Los mapuches mantienen cerca de sus rucas verdaderas famélicas jaurías que levantan una
algarabía espantosa frente a cualquier aproximación extraña.
Pude llegar hasta el cerco que estaba bastante lejos de la choza. Pensé que el viento
soplando en mi contra conseguía que no llegasen mis olores a los canes.
Grité con fuerza el consabido Aloooo! e inmediatamente me contestó un coro de indignados
ladridos. Vi varios perros que a toda carrera se dirigían hacia mí.
Retrocedí un poco y puse mi mano en la empuñadura de mi cuchillo de caza que, siempre en
estos recorridos llevo en la cintura. Lo hacía por lo que pudiera pasar y porque este gesto me
tranquilizaba. Los perros ladraban histéricos al otro lado del cerco, pero no buscaban
traspasarlo.
Por fin, después de un rato que me pareció eterno, escuché gritos guturales que partían de la
ruca. Los perros siguieron ladrando y solamente unas certeras piedras lanzadas desde la ruca
les calmaron un tanto. El escuadrón se calmó en cuanto llegó el amo que les dirigió algunas
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palabras que parecían indignadas. Se trataba de un macizo, cuadrado y rechoncho mapuche de
edad indefinida que me pareció de unos cuarenta años. Se cubría con un poncho oscuro,
descalzo como todos por allí, que se movía lenta y pesadamente con desgana y desconfianza.
Yo estaba convencido que sabía perfectamente quien era yo y lo que hacía por aquellos
lugares y, posiblemente, lo que en aquellos momentos deseaba. Todo ello es raro que se
escape a la perspicacia de gentes en estos lugares tan apartados en que cualquier extraño es
investigado minuciosamente.
Comencé a explicarle en forma un tanto atropellada que yo era un funcionario del gobierno
destinado a la ayuda de los mapuches y que en aquellos momentos, debido a la tempestad,
me era imposible volver a la Misión de Puerto Domínguez donde había dejado mi vehículo.
Tenía necesidad de un refugio donde pasar la noche.
El mapuche escuchaba atentamente sin manifestar ninguna expresión. Llovía con fuerza. Me
estaba irritando aquella cara reluciente de agua que ignoraba si me entendía.
Insistí relatando brevemente mis actividades en la isla. Recalqué que era un funcionario y que
no era ni comerciante ni activista político y que tenía muchos amigos mapuches….
Por fin, hoscamente y con desgana, abrió la tranca y me invitó a entrar en el cercado. Yo
percibía claramente su disgusto e irritación, pero no podía elegir. Cruzamos chapoteando en el
barro el amplio espacio que nos separaba de la ruca de totora. Tan pronto como entramos
me ofreció un pequeño banquito junto al fogón que ardía frente a la entrada. También recibió
mi poncho pesado de agua que colgó sobre el fuego en un cordel en que había otras ropas. La
ruca estaba muy oscura más allá de lo que iluminaban las llamas del fuego. Con el fin de
romper la pesada situación comencé un monólogo explicándole mis actividades. Aun ignoraba
si hablaba castellano. Me escuchaba reconcentrado sin hablar nada. De repente comenzó a
hablar en un excelente chileno diciéndome que conocía algo de mis actividades y que me
había visto ya en mis primeros recorridos de la isla semanas antes.
Mientras yo continuaba la conversación de una forma intencionalmente locuaz trataba ya,
acostumbrado a la oscura penumbra de la choza, de examinar el ambiente que me rodeaba.
La ruca hasta donde alcanzaba a distinguir era semejante a otras en las que yo había
penetrado. Era de mayor dimensión. Cerca del fogón había utensilios para cocinar, ropas y
bolsas que debían contener víveres, del techo pendían ristras de ají, pescado y carne seca
puestas de esa forma para que se secasen y ahumasen. Con asombro descubrí muy cercanos,
en un rincón dos niñitos agazapados, que parecía no respiraban posiblemente, hipnotizados
por mi presencia.
Pasó un buen rato cuando se arrastró la puerta baja que estaba al otro lado del fuego
enfrentado por la que entré, pero bastante más lejana. La hoguera estaba muy cerca de una de
las puertas por la razón que me había explicado que era secar rápidamente la humedad y
barro que se arrastraba con los pies. Era una mujer completamente mojada por el temporal.
Silenciosamente sin acercarse al fuego ni saludar, posiblemente sorprendida por mi presencia.
Ni el mapuche que ahora yo sabía se llamaba Pascual, ni los niños se movieron. Pronto en la
oscuridad en que se había retirado la mujer escuché el clásico restregar cuando está
moliendo en un molino de piedra, de esos que existen en cada ruca y frente a los cuales se
muele de rodillas en el piso. No me sorprendió mucho su aparente descortesía fruto de la
timidez a la presencia de huinca, visita no corriente y menos aun en un lugar tan aislado como
era entonces la isla.
Ya, un poco ambientado, traté de concentrarme e intentar una conversación con mi anfitrión
para hacerle más locuaz. Así que dirigí de los temas del tiempo y las cosechas a los puntos
candentes como era el mapudungun o la lengua mapuche, la distribución de las tierras y su
tenencia. Inmediatamente capté que Pascual cambiaba y me miraba con curiosidad. Se dio
cuenta que yo no era un funcionario advenedizo. Conocía los problemas candentes entre los
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mapuches. Bruscamente cambió el tenor de la conversación hasta entonces una suerte de
monólogo y lo primero que me dijo que el pertenecía a una vieja raigambre mapuche que
nunca se había mestizado con huincas y que su nombre era Pascual Antinao. Su familia había
poseído gran extensión de tierra, muchas cabezas de ganado y que ahora veía reducido a unas
pocas hectáreas en aquel rincón inhóspito de la isla.
La noche había caído completamente en el exterior. El temporal estaba en todo su apogeo, de
manera que teníamos que hablar con voz fuerte para entendernos. La ruca se iluminaba con
las fugaces llamaradas del fogón cuando la mujer colocaba sobre el fuego algunas ramas
delgadas y secas. Los niños seguían inmóviles y atentos en su rincón alejado... La mujer se
movía entre el fuego y la artesa, pues debía estar preparando algo para nuestra cena. Un poco
después ví que se acercaba al fuego, tomaba la ahumada tetera colgada sobre él de un
alambre y se ponía a cebar un mate. Lo probó varias veces antes de pasárselo al Pascual. Yo no
la quitaba ojo aprovechando las fugaces llamaradas de la hoguera. Este lo sorbió y lo volvió a
llenar con algo de yerba y, en señal de cortesía me lo pasó a mí.
Sorbí con agradecimiento el ardiente brebaje. Se lo devolví a Pascual que repitió el cebado,
ahora con un poco de azúcar, y lo empezó a sorber despacio y con deleite. Así conversando
con pausas alternamos la calaza de la reconfortante bebida. Mientras sorbíamos el mate, la
mujer se aproximó al fogón con una gruesa olla de fierro que colgó sobre él de la cadena que
pendía del techo. Ella se las arreglaba para permanecer siempre en la sombra al otro lado de
nosotros. Como el fuego había decaído se arrodilló frente a él y se puso a ordenar los brasas y
palos encendidos con las manos desnudas. Siempre me ha maravillado esa destreza de las
mujeres mapuches a manipular el fuego sin aparentemente quemarse. Los niños le trajeron
del fondo de la ruca una brazada de chamizas. Ella se agachó y empezó a soplar suavemente.
Se elevó primero un humo sofocante para nosotros que nos encontrábamos en el lado
opuesto que me hizo lagrimear. Explotó repentinamente una fuerte llamarada. Con la
explosión de luz, yo que seguía hablando distraídamente mientras observaba los manipuleos
de la mujer perdí absolutamente el hilo de lo que estaba diciendo. El rostro de aquella mujer
iluminado violentamente por la llamarada no tenía en absoluto rasgos mapuches, ni siquiera
de chilena- Por mi profesión me considero buen conocedor de los diferentes rasgos étnicos de
las personas y, además he viajado mucho por diversos países. Sus rasgos eran absolutamente
europeos del norte. ¿Alemana? ¿Belga? ¿Holandesa? Su pelo era oscuro, claramente teñido
con algo porque cuando estaba con la cabeza inclinada se le veían las raíces claras. Los rasgos
de ella jamás los había encontrado en indígenas americanos ni siquiera tan puros en mestizos
de europeo. Quizá un caso chileno de mestiza fuera de lo común. En todo caso todo se dio
muy rápido. Traté de rehacerme de mi extrañeza de la forma más natural posible, desviando
rápidamente la mirada retomando el hilo perdido de mi conversación. Temí que se hubiese
ofendido si lo había advertido, Pascual, puesto que a los mapuches no les agrada que se mire
con insistencia a sus mujeres. Yo debería ser muy astuto si quería desvelar el misterio que
indudablemente rodeaba aquella mujer.
Si Pascual advirtió algo no dio ninguna muestra de ello, quizá él mismo esta ensimismado en
una conversación que era para los suyos tan importante.
La “gringa” o lo que en definitiva ella fuese, me parecía tener alrededor de los cuarenta años o
un poco más. No era bonita, aunque sus facciones eran regulares y agradables. Algo tostada,
debido a la vida que llevaba, pero con una tonalidad muy diferente a las de las mujeres
mapuches, incluso alas mapuches rubias de .Fruto, según se decía de un antiguo asalto
a un convento de la región. La piel de sus manos era áspera y cuarteada. Tenía una mirada
profunda e inteligente. Como cualquier mujer de la isla vestía el chamal negro tradicional
sujeto sobre el hombro izquierdo con el enorme alfiler o “tupu” algo abandonado por las
mujeres jóvenes que preferían coser los dos hombros. Tampoco había adoptado la costumbre
ya completamente generalizada de llevar debajo una camisa floreada sino que mostraba su
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hombro y derecho y brazos desnudos. Estos detalles de la vestimenta me parecían raros en
una mujer mapuche joven por más que en la isla en ese entonces se mantuvieran por su
aislamiento, costumbres y formas de vida poco contaminadas y diferentes de los mapuches
más cercanos a los pueblos. Su pelo estaba tejido en dos trenzas pequeñas.
Tanto el chamal como el trarihue o faja estaban deshilachados y descoloridos. Por sus dibujos
parecían muy antiguos.
Desde luego iba descalza como en ese tiempo era lo común en hombres y mujeres de la isla, si
que aun en los varones se hubieran introducido las botas de goma que luego fueron para
ellos durante años una especie de elegancia que no abandonaban en invierno ni verano.
Más tarde comprobaría que sus pies grandes y fuertes no tenían el dedo gordo inclinado hacia
fuera que es lo clásico en aquellas personas que no han usado nunca calzado. Por lo demás
estaban sucios y agrietados en nada diferentes a los del mismo Pascual. En muchas cosas
difería de las mujeres que yo había encontrado en mis viajes a la isla, aunque en otras fuera
muy semejante a ellas.
En su comportamiento no difería de cualquier otra mujer indígena. Pausada en sus
movimientos, vergonzosa frente a un extranjero, con un recato huraño.
Cuando la grasa que tenía en la olla hirvió, empezó a sumergir sopaipillas en ella que era lo que
había estado preparando. Tan pronto como tenía varias fritas las colocaba en una bandeja de
madera para que Pascual me ofreciese y a la vez el fuese tomando. Cuando nosotros
quedamos satisfechos, terminó de freír y se fue a comer con los niños en un rincón oscuro
donde comió de pie. Cuando comprobó que ya no sorbíamos mate vino a llevárselo con la
ahumada tetera para servirse ella misma siempre de pie.
Después de la comida la conversación con Pascual decayó notablemente. El se hundió en un
silencio hosco y yo trataba de captar el ambiente que me rodeaba. El temporal afuera seguía
violento. La lluvia, en oleadas bombardeaba con fuerza la paja con que estaba cubierta la ruca.
Pascual después de varios bostezos aparatosos se incorporó. Comprendiendo la situación le
expliqué que yo traía conmigo un abrigado saco de dormir y le pedí que me indicase donde lo
podía extender. No se sorprendió por la palabra saco de dormir, ni me pidió le explicase lo
que significaba. Dirigió unas palabras en mapuche a la mujer y esta diligentemente trajo unos
limpios pellones de oveja que después de barrer alrededor de la hoguera extendió cerca del
fogón. Los niños en ese momento, curioso, se acercaron cuando me vieron desenrollar mi
saco de plumas. Pascual desapareció detrás de una pequeña división hecha con colihues.
Cuando vieron que yo me introducía en él trajeron a su vez unos pellejos de cordero que
colocaron al otro lado de la hoguera y se acostaron vestidos cubriéndose con una vieja manta
o pontro. La mujer se acercó al fuego y de nuevo con las manos desnudas lo cubrió con ceniza
y supuse que se retiraba al mismo lugar que Pascual donde debía estar el lecho de ellos.
Enfundado y caliente en mi saco de dormir empecé a meditar antes de dormirme, como es mi
costumbre en todos los acontecimientos del día sobre todo los últimos que me parecían
bastante singulares. Había algo diferente en aquella familia mapuche de apariencia igual que
todas. El hombre tan tosco de aspecto parecía meditar en las cosas que yo hablaba y no se
extrañaba de mis palabras que parecía entender perfectamente cosa no corriente en aquellos
lugres tan apartados en que algunos hablaban con dificultad el español. Cuando tocó algunas
de las viejas tradiciones mapuches sus ojos adquirieron un brillo inquietante. Los únicos que
no aparecían diferentes en nada con los otros niños de la aldea eran sus hijos, al menos por el
momento. La mujerera mi interrogación más importante. Si mis sospechas tenían alguna
verosimilitud, me preguntaba cómo había llegado allí y, más aun, adoptó la vida de una mujer
mapuche cualquiera. ¿Se encontraba voluntariamente allí? ¿Cuánto tiempo llevaba?
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Me quedé profundamente dormido en medio de todas aquellas meditaciones. Me desperté
temprano. Afuera aun estaba muy oscuro. Enseguida me día cuenta con desgana de la
borrasca infernal que continuaba en el exterior. Sin duda aquel temporal desatado me
obligaba a quedarme, al menos, un día más con aquella familia. Esto, ahora, no me disgustaba
mucho. Pensé enseguida que aunque a Pascual le molestase mi presencia las sagradas leyes
de la hospitalidad tradicional no le permitirían mostrarse inamistoso. Un día más con mayor
claridad me permitirían descubrir muchas cosas y darme una cierta respuesta a muchos de
mis interrogantes. Iba a permanecer un día observando en su intimidad una familia mapuche y
anotar sus formas de vivir, aunque se tratase de un día poco corriente por las condiciones
climáticas
Además me propuse llevar a Pascual a una conversación sobre las tradiciones de su pueblo,
porque tenía el presentimiento que las conocía convenientemente y tenía cierto interés en
ellas. Respecto a la mujer respecto a la mujer a claro para mí que tenía que ser muy discreto.
Cualquier falta de tacto de mi parte haría que ellos se pusieran muy inamistosos.
Amaneció muy tarde. La mujer fue la primera en levantarse. Yo fingí estar aun dormido. Abrió
una de las puertas para que entrase algo más de claridad. Desde luego la puerta contraria a
donde soplaba el viento. Se alisó primero su pelo y luego el chamal. Afuera continuaba
lloviendo copiosamente. Removió y amontonó con las manos las brasitas que estaban
encendidas bajo la ceniza y las amontonó cuidadosamente. Colocó sobre ella pequeñas
ramitas y rápidamente con pequeños soplidos se encendieron y añadió leña más pesada.
Habló a los niños que despiertos aun remoloneaban en un mapuche suave y melodioso. Se
levantaron de malas ganas somnolientas y friolentas y fueron a tomar unos tarros vacios para
sumergirse inmediatamente en la lluvia. No tomaron protección alguna contra la lluvia. Me
hubiera gustado tener más conocimientos de la lengua mapuche o mapudungun para saber lo
que la mujer les había dicho y decelar algo en su acento.
, mojados Los niños volvieron bastante mojados con las latas llenas de agua, mojadas y algo
embarradas. Salieron de nuevo para traer unas brazadas de ramas espinosas para el fuego.
Rato después se levantó Pascual y yo diligentemente imité al dueño de casa. Me cubrí con mi
impermeable y salí para hacer mis necesidades matinales. Dese luego no tenían letrina
alguna. Me arreglé como pude. Pascual estaba haciendo lo mismo cubierto con su manta. Ella,
cuando entramos ya tenía calentando la gran tetera de aluminio y la olla conteniendo la grasa
para freír. Limpió la calabaza para el mate y empezó a cebarlo.
Desayunamos lo mismo que en la cena de la noche anterior, mate y sopaipillas. Pasamos largo
tiempo en silencio comiendo y sorbiendo el mate, cada uno perdido en sus pensamientos.
Como en la noche anterior ella con los niños lo hacían de pie en un lugar alejado.
Con el fin de romper el silencio, por pura ceremonia le dije a Pascual:
 Espero que el temporal se calmará con el cambio de marea y pueda ser que alguien
me quiera llevar a Puerto Domínguez.
 Quizá, respondió él lacónico.
Nuevo silencio. De repente estalló furiosa la zalagarda de los perros en el exterior. Señal
inequívoca que alguien se acercaba.
Pascual se incorporó y se puso calmadamente su poncho que tomó del alambre sobre el fogón.
Salió al exterior rezongando en mapuche... Al cabo de un rato los perros se calmaron. Eso
significaba que o el visitante se había alejado o bien que aun seguía conversando con Pascual.
Al rato volvió Pascual con aspecto malhumorado. Y dirigió en mapuche un largo discurso a la
mujer. Luego me habló a mí en castellano:
 A mi compadre Coña se le ha caído un vacuno en el barranco. Tengo que ir a ayudarle.
Voy a ver qué se puede hacer. A la tarde puede ser que cese el temporal dijo como
despedida encasquetándose un viejo y raido sombrero de fiel-
 Quizás, respondí, sin mucho deseo ni esperanza...
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Adiviné su contrariedad, presumiblemente, no por tener que sumergirse en el temporal, sino
porque se veía obligado a dejarme en su casa. Estaba constreñido por su propia hospitalidad y
no tenía sino rendirse y aceptar la situación tal como se daba.
Salí seguido por todos sus perros y yo quedé con la mujer y los niños.
Saqué de mi mochila mi cuaderno de notas para escribir mis impresiones. Luego me pondría a
leer dispuesto a pasar desapercibido. Los niños que en cuanto se alejó Pascual se acercaron al
fogón lo cual significó para mí un comienzo de confianza empujados por los que me veían
hacer.
La mujer lavaba sus pocos utensilios en una pequeña artesita de madera. Luego alejada
siempre de donde yo estaba deshizo sus trenzas y comenzó a peinarse prolijamente. Cuando
terminó se puso a amasar harina. Yo deseaba mucho que se acercase. Más pronto o más tarde
lo tendría que hacer y deseaba que hiciese algo que pudiese agregar a mis sospechas. Seguía
leyendo pero vigilando al mismo tiempo.
Cansado de hacer la comedia de leer, tomé una rama y sacando mi cortaplumas me puse a
tallar una pequeña figurita, convencido que los niños se interesarían en mi trabajo. No me
equivoqué. Los niños perdieron inmediatamente el resto de su timidez y dando una vuelta se
colocaron a mi espalda para comprobar lo que estaba tratando de crear. Les hablé pero era
evidente que no me entendían. Solamente sonreían contentos que les dejase mirar de cerca.
Impensadamente la mujer tomó su artesa y se fue a colocar para amasar en el lugar que los
niños habían dejado vacio enfrente de mí al otro lado del fogón. Se puso a dar forma a las
tortillitas de masa para enterrarlas en las cenizas, forma mapuche de hacer pan al rescoldo.
Impulsado no sé por qué acto irreflexivo comencé a hablarle con la esperanza que entendiese
mi castellano.
 Usted no me parece de aquí.
Ella levantó la cabeza y por primera vez me miró a la cara con rostro inexpresivo. Continúo su
trabajo sin responder. Quizá pensé que estaba fingiendo no entenderme. Luego dijo a los
niños algo en mapuche. Estos salieron inmediatamente al exterior lluvioso. Entonces:
 Me imagino, empezó a decir ella en un español dificultoso y con esa nasalidad propia
de las personas de habla francesa, que sería peor si no le contesto. Usted parece una
persona que no se va a contentar si no averigua algo de lo que le intriga. Usted es un
científico. Hubiera sido mejor que Pascual nunca le hubiese hecho entrar.
Ella hablaba serenamente. Me encontré preguntando tontamente:
 ¿Quién es usted?
 Una mujer mapuche cualquiera, dijo ella señalando su chamal desgastado.
Usted se cree muy astuto y es poco discreto. Me ha estado observando desde que
llegó anoche. No importa. Esto tenía que suceder alguna vez. Voy a satisfacer parte de
su curiosidad porque mi intuición me hace comprender que es una persona honesta.
¡Ojala que no me equivoque! Solamente que mis confidencias tiene un precio, que me
prometa que no las revelará a nadie mientras yo viva.
 Se lo prometo.
 ¿De corazón? Estaba muy seria. Comprendí que me pedía la fórmula de juramento
mapuche.
 Piuke meu, dije con resolución.
Colocó un pan entre las cenizas bien cubierto. Luego se incorporó tomó el mate y lo cebó con
yerba y azúcar. Volvió a sentarse sobre sus talones, esta vez frente a mí. Permanecía callada y
pensativa. Mirando el fuego. Finalmente dijo:
 Envié a los niños que búsquenlas ovejas. Ellos apenas entiende el castellano, pero les
chocaría que hablase en una lengua desconocida con un extraño.
 Y…Pascual, pregunté con aprensión.
 Pascual volverá muy tarde. Es muy lejos donde ha ido. Le retendrá su compadre.
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 Yo no quisiera crearle usted problemas. Si prefiere no contarme como llegó aquí no
insistiré más.
Ella parecía no escucharme.
 Usted es el primer europeo que en varios años no contacto.
 Quizá fue esa afinidad por la que yo me día cuenta que usted no pertenecía a este
lugar. ¿Comprende ahora por qué yo estoy interesado en usted? Resulta tan extraño
verla en este lugar y mimetizada con una mujer mapuche cualquiera si no es por sus
rasgos.
 Estoy contenta de vivir así y soy feliz.
 Es posible que sea como dice, pero debe haber sufrido mucho y largo tiempo hasta
convertirse en lo que es ahora.
 Sufrimiento, ciertamente ha habido mucho, dijo meditabunda, pero me alegro de
ello. Me le contaré algunos rasgos principales de mi historia confiando en su silencio.
Mi nombre es María. Mi apellido no le interesa. Nací y estudié en Bruselas hasta
recibirme de antropóloga social. Mi familia tenía una fortuna que ni siquiera podía
medir, ni sabía como la habían amasado mis abuelos en África. Eso creó entre nosotros
siempre una especie de culpabilidad difusa. Pasé grandes temporadas en el Congo.
Me fascinaron los pueblos primitivos. Ellos fueron la razón de mis estudios. Participé
en expediciones científicas hasta que decidí mis propios métodos porque me los podía
financiar. Opté por expediciones solitarias juzgando que era más fácil introducirme en
las comunidades que deseaba estudiar.
Los mapuches me parecieron un tema aun muy poco estudiado y pensé que podría
demostrar que ellos eran la última oleada de las migraciones americanas y que
procedían de las regiones amazónicas.
Llegué aquí después de varias experiencias preliminares porque se consideraba en ese
momento que en esta región apartada quedaban los restos más primitivos de los
mapuches en el Chile de ese momento. Eso está cambiando a un ritmo acelerado.
En lo ´ultimo estoy de acuerdo y esa es también la razón por la que yo mismo esté
aquí.
Yo llegué bastantito antes del terremoto y maremoto del 1960. Entonces todo era aquí
muy distinto de ahora, desde la topografía a las costumbres incluido el vestido.
Entonces apenas había comunicación con el mundo exterior. Éramos ignorados en
todos los aspectos y la gente tenía una gran desconfianza con los “huincas” y todo lo
que se relacionaba con ellos. Ahora las costumbres han cambiado ya que aumentan
las relaciones con el mundo externo, llegan funcionarios como usted, comerciantes, las
jóvenes empiezan a adoptar por ejemplo pantalones y algunas se van de aquí. No sé si
este cambio será positivo o negativo. Supongo que usted viene a analizar eso.
Yo llegué sola, como una rara excursionista trayendo conmigo un adecuado equipo
para acampar y permanecer independiente. Había tenido la suerte de conocer en
Carahue un compadre de Pascual y pude ser aceptada a regañadientes y con
desconfianza en una parte alejada del terreno de Pascual, lugar que ya no existe
arrasado por el maremoto. Era un diminuto vallecito bastante cerrado con monte
alrededor y un pequeño esterito. En ese lugar sembraban papas, aunque ese año
estaba en barbecho.
Como me había informado Pascual hablaba un castellano fluido debido a que trabajó
durante varios años en la capital. Según me decían era una persona más abierta que la
mayoría de las gentes del lugar. Todo lo que me informaron previamente era bastante
cierto, pero ellos desconocían un aspecto de Pascual muy importante, soñaba siempre
con el mundo de las antiguas costumbres de su pueblo. Eso hasta el día de hoy es algo
obsesivo en él.
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Con Pascual no sólo arreglé el lugar de mi campamento sino que fácilmente llegamos
a un convenio mediante un salario que él sería mi informante, intermediario y
traductor en mis relaciones con las otras familias de la isla o lugares con los que yo
quisiera contactar. Todo parecía perfecto. El traslado de mi equipaje lo hice sin llamar
la atención de las autoridades de Puerto Saavedra ya que mi experiencia demostraba
que con frecuencia las autoridades de esos pequeños lugares se excedían en sus
afanes de protección o desconfianza sobre extranjeros cuyas actividades no
comprendían ni se explicaban. Unos pescadores me trajeron por el mar. Pascual me
esperaba en la playa con su carreta. Esto le explicará por qué mi desaparición no
inquietó más tarde a nadie. Yo no existía para ellos.
Donde me instalé, siendo un lugar absolutamente independiente, no estaba lejos de la
ruca de Pascual. Tenía fácil acceso a la playa, lo que me gustaba mucho. Tenía tanta
independencia que levantándome bien temprano no tenía mayor problema para
bañarme desnuda en el mar como a mí me gustaba.
Los primeros contactos con las gentes de la isla fueron como es natural con parientes y
amigos de Pascual. No tenía problemas, todo funcionaba mejor que en ninguna de las
regiones donde estuve antes. Las gentes eran amables, desconfiadas, pero acogedoras
con el aval de Pascual. Este se demostró ser una especie de enciclopedia de la
antigüedad mapuche. Me encontraba tan bien y cómoda que evité cualquier viaje a
Puerto Saavedra y cuando se terminaron mis provisiones empecé a abastecerme de
las propias de la isla comiendo mucho pescado y algo de carne. Por lo demás de cosas
simples que no llamasen la atención por su compra tales como azúcar, harina y yerba
mate que aprendí a consumirlas compraba fácilmente Pascual o uno de sus vecinos en
el pueblo.
Yo trabajaba mucho porque quería terminar mi trabajo antes del invierno porque
temía enfrentarme con lluvias y temporales en mi carpa por más abrigada
impermeable que fuese.
Con Pascual las relaciones eran buenas, aunque discutía vehemente cuando no le
gustaban mis apreciaciones sobre la vida o costumbres mapuches. Se mantenía
distante emocionalmente y nada hacía suponer que se interesase en mí como hembra.
A pesar de mi experiencia me equivoqué absolutamente respecto a él.
Cuando tratábamos de sus costumbres ancestrales Pascual se transfiguraba, pero
tampoco sospeché nunca su fanatismo al respecto y lo que ahora pienso es casi un
delirio sicótico. Esto me arrastraría a mis experiencias más inauditas. A mí me parecían
sus expresiones y palabras simples frases retóricas sin calibrar que para él eran
situaciones reales.
Tegualda era una joven muy agradable y alegre. De palabra nos entendíamos muy mal
ya que ella no sabía nada de castellano y yo, aun, escasas palabras de mapuche. De
todas maneras ella me hacía algunos servicios tales como hacerme pan, lavarme la
ropa… cosas que yo retribuía con alimentos comprados que a ella le hacían feliz. Era
una persona llena de energía y trabajaba mucho en el campo.
Era un verano muy agradable. Los mapuches, generalmente las mujeres, eran
agradables conmigo. Cuando volvía de mis largas excursiones o me daba un día de
descanso iba a pescar al lago y nadaba largamente. Aunque mi carpa o tienda de
campaña quedaba sola nunca me desapareció cosa alguna.
Cuando salía con Pascual lo hacíamos muy temprano en la mañana y llegábamos de
vuelta, invariablemente, antes de la caída de la tarde. Yo solía invitarle a tomar té o
café cosas que le gustaban mucho y comentábamos los incidentes del día. Siempre
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recaía la conversación en las viejas costumbres mapuches. El respetuoso y
manteníamos una estudiada distancia entre nosotros.
Todo parecía demasiado perfecto. Yo había trabajado mucho y bien. Ya planeaba mi
vuelta a la civilización. Creo que precisamente el comunicárselo y la forma en que lo
hice, fue lo que suscitó todo, aunque supongo que él estaba dando vueltas a la cosa a
su manera desde tiempo antes.
Le dije que ya tenía mi trabajo terminado y que pronto me iría. Insistí que
ciertamente había muchas cosas de la mentalidad mapuche y sus costumbres que no
alcanzaba a comprender y que, en muchas ocasiones, me decía a mí misma que me
hubiera gustado ser mapuche. Pascual pareció muy impresionado de mis últimas
palabras dichas irreflexivamente y a la ligera.
 Evidentemente para comprendernos bien, usted tendría que hacerse mapuche.
Yo me reí por su ingenuidad y su seriedad.
 ¡Tan en menos nos tiene! dijo él verdaderamente molesto.
 Nada de eso, Pascual. No me malinterpretes, pero no sería el caso que yo me quedase
a vivir un tiempo con ustedes, me construyese una ruca y adoptase algunas
costumbres para sentirlas en mí misma. Sería una especie de comedia.
 Hágase mapuche de verdad. Cásese con un mapuche. Viva como nosotros.
 Si, conozco el caso de una antropóloga que ha hecho eso en Nueva Guinea, pero yo no
creo que resulte.
A la vez me di cuenta que Pascual estaba hablando muy en serio. Él se quedó un momento
callado. Se levantó y me dijo que tenía cosas que hacer.
Me quedé asombrada. Empecé a meditar en aquella conversación y comprendí que algo
empezaba a ir mal y que tenía que apresurar mi partida. Si es que Pascual me deseaba como
mujer, yo no era puritana y no tenía problemas de hacer el amor con él sin mayor
compromiso. Sería una de mis experiencias de trabajo de “campo”.
Pasaron varios días más y todo seguía como antes. Yo casi olvidé mis desconfianzas.
Esa noche estaba muy cansada. Dormía profundamente. Me desperté sobresaltada aplastada
por alguien que tenía puesta una rodilla sobre mi pecho. Tuve mucho miedo. Enseguida me di
cuenta que se trataba de Pascual y que algo le arrastraba a aquella locura. Todo es tan rápido y
violento que una solamente siente pavor. No me resistí ni podía tampoco hacerlo Esperaba la
violación inmediata sobre todo cuando me arrancó mis ropas de dormir dejándome
absolutamente desnuda. Me había arrastrado fuera de la carpa. Enseguida, en cambio, me
volteó y me amarró las manos a la espalda fuertemente y lo mismo hizo con mis tobillos.
Procedió a amordazarme introduciéndome algo grande en la boca. Me tomó como un fardo y
me atravesó sobre el cuello del caballo que tenía allí mismo. Era su prisionera. Podía hacer
conmigo lo que desease, estaba indefensa.
Pascual en todo este tiempo no pronunció una sola palabra. Tampoco se comportaba con
violencia. Mi posición cabeza abajo no era muy agradable, menos aun cuando emprendió una
silenciosa y salvaje carrera. Silenciosa porque más tarde comprobé que en las patas del
caballo había amarrado unas gruesas almohadillas de trapos y totora. En mi tormento
sacudida por la carrera me imaginaba confusamente que iba a ser sometida a un terrible rito o
quizás sacrificada por haber violado costumbres ancestrales que ignoraba. Solamente cuando
empezó a subir una cuesta áspera y puso el caballo al paso se me vino como un rayo que él
estaba la ceremonia antigua del robo de la esposa. Me estaba llevando al monte para
consumar su unión conmigo según las antiguas costumbres del robo de la esposa.
Entramos en el matorral y aunque el trataba de abrirse paso entre la tupida maleza esta se me
enredaba en mi pelo colgante o me rasguñaban mi cuerpo desnudo. Ni me atrevía a quejarme
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por el miedo que tenía. Finalmente llegamos al lugar oculto elegido previamente por él. Me
depositó en la tierra y me liberó de mis ataduras. Por primera vez habló:
 Ahora, sí, te haré mi esposa.
Fue todo extraño, solemne y digno. En ningún caso se manifestó como un violador. Ni siquiera
ansioso por gozar del sexo. Indudablemente para él se trataba de renovar un rito solemne,
según su concepción idealizada de este .Desde luego unas manifestaciones de amor duro sin
sensiblerías ni arrumacos.
Era el amor del guerrero hacía la mujer cautiva conquistada por su fuerza. Fueron tres días en
los que yo, más serena, empecé a temer de nuevo lo peor. Nuestra “luna de miel” terminaba
según la tradición. Ya no estábamos en la antigüedad. Perdida la locura de su arrebato Pascual
tenía que estar temiendo las consecuencias, si yo le denunciaba a las autoridades significaría el
delito de una violación. Estando en aquel lugar apartado donde él había tomado tantas
precauciones para conducirme lo posible era que me matase e hiciese desaparecer mis rastros
y los de mi campamento. Le sería fácil decir que yo había partido tan silenciosamente como
había llegado-
 ¿Qué irás a hacer conmigo?
 Nada.
 ¿Me vas a matar?
 Ahora eres mi esposa.
 Ya tienes a Tegualda.
 Tendré dos esposas. No importa que no seáis hermanas. Antiguamente sucedía.
 Tegualda no me aceptará. Ya no se hace.
 La mujer mapuche obedece a su macho. El hombre mapuche es fuerte y satisface a
sus mujeres.
 ¿Por qué me atas con frecuencia?
 Eres una cautiva. Si no te ato cuando me alejo o duermo huirás. Eso siempre ha
ocurrido.
Con escasos diálogos como el anterior empecé a sospechar que la mente de Pascual no
funcionaba como la mía y que quizá esa obsesión por el pasado que yo misma había
contribuido a reavivar estaba cerca del delirio.
Empecé a tomar más tranquilamente aquella aventura que yo, en parte por error, había
contribuido a despertar. Empezó a no parecerme tan trágica cuando me convencí que él no
atentaría contra mi vida. De alguna manera encontraría la solución a este problema si lo
tomaba con calma y aparentaba llevarle la corriente.
Al atardecer del tercer día buscó su caballo. Me amarró cuidadosamente a un árbol y se fue sin
explicación alguna. En esa noche se renovaron mis terrores y miedos. No solamente porque
me pudiese abandonar en esa situación, sino porque era posible que en aquel tupido matorral
merodease algún puma.
Muy de madrugada sentí que se aproximaba. Desmontó. Bajó algo cuidadosamente
empaquetado y me mostró que me traía ropas mapuches. Después de desatarme,
friccionarme porque la larga noche me atada me había entumecido, me ayudó a vestirme de
mapuche por primera vez en mi vida. No sólo trajo ropa, sino los adornos de plata que se
utilizan en las festividades. Tuvo que pugnar para colocarme en las orejas los pesados adornos
mapuches porque mis hoyos eran pequeños. Todo era nuevo y, sin duda, lo mandó preparar
con anticipación. Terminada mi caracterización me montó en la grupa del caballo y salimos del
matorral colina abajo.
En ese largo camino hacia la ruca de Pascual, indudablemente a donde me conducía, yo no
hacía sino pensar en el recibimiento que me haría Tegualda. Sin embargo todo sucedió como
menos lo pensaba. Ella fue extremadamente amble en ese momento y a su manera me
ayudó a comportarme e indicarme lo que debía hacer.
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En aquel momento yo había decidido seguirles el juego hasta el final. No veía otra salida. Yo
conocía más o menos el viejo ritual de la novia robada, su rechazo de la comida, el mostrarse
esquiva y huraña. Los invitados se redujeron a los más íntimos de Pascual y siguieron varios
días de comilonas. Cuando al cuarto día los invitados se fueron. Pascual declaró que la vida
ordinaria comenzaba de nuevo, que yo era su segunda mujer y que Tegualda era quien
mandaba pues era la “dueña de casa”.
Terminaron mis privilegios de recién casada. Me quitaron todos mis adornos. Me dieron un
chamal viejo y más roto que el que ahora visto. Mi cama estaría cerca del fogón sobre unos
cueros, como viste en los niños. Pascual me llevaba a su cama cuando lo deseaba y mientras
Tegualda hacía labores hogareñas dentro o fuera de la ruca. Quizá deseaba también darle
celos.
Ante todo Pascual me conminó a no salir jamás del cercado. Si alguien se aproximaba debía
esconderme inmediatamente. Todas estas disposiciones me las imponía en forma despótica y
con amenazas de castigarme con dureza si yo no era dócil.
Como v puede observar sin transición alguna comencé realísticamente a ser una mujer
mapuche de segunda categoría y prácticamente concubina de Pascual. En esos momentos
iniciales más que indignada, estaba divertida por aquello que de momento me parecía una
comedia. Me plegué a todas sus exigencias con buen ánimo y reconociendo que él era un
incansable buen amante.
Desde luego ellos no mostraron ninguna deferencia por mí origen y me trataban, creo, igual
que habrían hecho con una verdadera mapuche. Ignoraban todas mis dificultades por el
violento cambio que me habían impuesto tales como las de caminar descalza o dormir sobre
unos pellejos a orilla de un fuego apagado.
Además dadas las instrucciones elementales ellos no volvieron a dirigirse a mí en castellano
sino únicamente en mapudungun.
En pocos días esta película de aventura estaba desecha completamente debido a aquel
tratamiento tan realista.
El primer golpe serio tuvo lugar cuando Pascual me llevó a mi antiguo campamento y me
mostró como había quemado todo sin dejar absolutamente nada. No eran mis pertenencias lo
que sentí más sino el cúmulo de notas de varios meses de trabajo encarnizado.
En ese momento me di tardíamente cuenta que la cosa era más en serio de lo que yo
estúpidamente pensé.
Pronto sentí el agotamiento de tratar de entender lo que me decían, ordenaban siempre en
mapuche, tanto como por el trabajo físico de sol a sol que debía ejecutar como ir por leña con
Tegualda cada dos días al monte antes del desayuno para que no fuese vista por extraños.
Otras continuas cosas como el carecer de jabón, prendas interiores, sentir bailar mis grandes
pechos en los trabajos ya que no los tenía firmes como Tegualda que no había conocido jamás
un corpiño. Andar descalza alrededor de la ruca no era lo peor a pesar de las espinas sueltas
pero atravesar las profundas ciénagas y el espinoso monte era muy duro entonces para mí.
Pronto la lucha con piojos y pulgas me tenían continuamente irritada.
Me encontré catapultada en el mundo de los más pobres. Se dirá que para mí fue muy duro
pero que los pobres están acostumbrados porque no han vivido antes otro mundo. No es
cierto. Quizá yo me compadecía más de mí misma, esa era la diferencia con Tegualda. Ella
también tenía que pedirme que le sacase laboriosamente las espinas de sus pies, creo que
agradecida de tener una compañera que la ayudase.
A los pocos días había olvidado que estibaba viviendo una aventura de película y lo único que
deseaba era huir tan pronto como tuviese la ocasión. No deseaba causar mucho daño a mis
secuestradores ni acusarles de nada. Estaba decidida a contar a las autoridades, una vez que
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llegase a Puerto Saavedra una historia fantástica tal como que me estaba ahogando en medio
del lago y que Pascual me salvó y me dieron vestiduras mapuches. Llamaría por teléfono a mi
embajada y estaba seguro que en pocos días estaría muy lejos de allí. Todos mis planes se
derrumbaron por casualidad en medio de mi huida. No le contaré los detalles.
Mi vuelta fue terrible. Ellos dos me castigaron muy duro. En su mentalidad yo, una cautiva,
había intentado evadirme y traicionarles.
Hasta esos momentos pensé que Pascual era el único sicótico. Entonces comprobé que
Tegualda estaba arrastrada al mismo juego. Me sentí presa del pánico. En esos días llegó el
padre de Tegualda con sus hijos. Se organizó una comilona y borrachera. Me día cuenta que
ellos aconsejaban a Pascual que me matase. Estaban muy borrachos. Probablemente no habría
pasado nada. Perdía la cabeza y esta vez sin plan alguno huí en la noche. Corrí por la playa, la
boca Budi que en esa época se podía atravesar como un vado. Ellos me persiguieron a caballo
cuando se dieron cuenta de mi huida. Al sentirlos me interné en el mar para ahogarme. Ellos
me sacaron del agua. Estaban locos de por el alcohol la rabia y la lujuria. Creo que vengaron
en mí todas las humillaciones sufridas por ellos de parte de los “huincas”.
Se preguntará como pude sobrevivir a esas experiencias, aun yo misma me lo pregunto. Lo
más extraño no sólo es que estoy aun viva sino en mis cabales y contenta.
Creo que eso ha sucedido cuando comprendí que su odio tenía fundamentos sólidos y que yo
en verdad fui una víctima real y a la vez simbólica.
Más tardes las mujeres me quemaron las plantas de los pies como se hacía antiguamente con
las cautivas que huían para que tuvieran dificultad para huir. Fue muy terrible pero
igualmente me recuperé bien y como ve no quedé coja ni delicada. No era una tortura en sí
misma sino simplemente una precaución definitiva. Estaban muy conscientes que si huía toda
la comunidad tendría graves problemas. Ellas si estaban conscientes que ya no vivían en la
antigüedad.
Luego vino el aborto del primer hijo que tuve con Pascual. La terrible enfermedad de este. La
muerte de Tegualda arrastrada por el tsunami de 1960.
María se calló repentinamente y exclamó:
 Ahí viene.
 ¿Quién ¿pregunté idiotamente.
 Pascual. Le deben haber prestado un caballo y viene antes de lo que esperábamos.
Era efectivamente Pascual. Entró con la manta pasada de agua.
Ella indiferente sacudía las tortillas cubiertas de ceniza. Pascual aparecía contento. Traía un
gran pedazo de carne.
 Tuvimos que carnear la vaca. Vamos a hacer un buen asado.
 ¿cómo está el lago?
 Mañana estará ya tranquilo para atravesarlo.
 Parecía casi contento de que yo permaneciese con ellos y poderme ofrecer una
abundante comida, el tan querido asado.
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Al día siguiente, sin haber podido hablar de nuevo a solas con María salí de la isla, seguro de
tener una historia fascinante, misteriosa, pero incompleta.
Al despedirme de ellos agradeciéndoles su hospitalidad les expliqué como podrían
encontrarme en mi oficina de Temuco. Insistí mucho que Pascual viniese a verme pues le
podría prestar ayuda y orientación en las nuevas relaciones que el Gobierno quería
implementar con los mapuches.
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Desde entonces Pascual me visitó con bastante frecuencia aunque sus visitas fueran muy
irregulares. Pronto me di cuenta que era un líder dentro de su comunidad y de aquí sus viajes
a la capital de la región.
Siempre venía pidiéndome ayuda para solucionar problemas de las diferentes comunidades y
solíamos discutir con mucha frecuencia los temas que en aquel entonces se denominaban del
Problema Mapuche. El se sentía halagado por mi interés en sus temas favoritos y mis
preguntas sobre sus importantes conocimientos de los tiempo antiguos y las formas de vida en
e ellos. En estas visitas y conversaciones no aparecía jamás el tema de María ni la apariencia de
ser un maniático tal como me lo había descrito María. Para mí el misterio permanecía y
esperaba un día conseguir aclararlo. Llegaría el día que con un buen pretexto, ahora que
éramos amigos, podría volver a tener contacto con ella.
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Cuando llegó aquella mañana presentí inmediatamente que algo andaba mal. Su aspecto era
sombrío. Sin embargo me saludó parsimoniosamente preguntándome por mi familia y su
salud…
Cuando yo seguí el mismo ritual y le pregunté por María me dijo:
 Por eso vengo hoy a verle.
 ¿Cuál será el problema? Pregunté inquieto.
 Ella murió hace quince días en el hospital de Carahue, pero a la niñita la han salvado
los médicos.
Yo ignoraba completamente que maría estuviese embarazada.
 Vengo para saber si recibiría a la niñita como ahijada. María estimaba mucho a usted.
 Si, dije sin titubear a pesar de mi repugnancia por los bautismos y no ser cristiano.
Adiviné que para él era un esfuerzo de acercamiento y quizá para revelar un pesado
fardo que nunca había comunicado con nadie. Le miré a la cara y por primera vez ví
que había caído su máscara tradicional y además que yo nunca le había engañado y
que conocía el secreto de maría la “gringa” convertida en mapuche.
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